Independencia: la responsabilidad de la convivencia
Discurso para el Día de la Independencia
Cumplimos 190 años de vida independiente. ¿Qué queremos decir con eso? El Diccionario define la independencia como libertad – especialmente la de un Estado que no es tributario ni depende de otro – pero nos dice que es algo más: es entereza, es firmeza de carácter.
La independencia es un hecho social: no es independiente quien está solo o aislado. Vivimos siempre con otros: con otros países, con otras personas, con otros sectores, con otros grupos. Nuestra independencia, nuestra libertad, es siempre una libertad condicional, una independencia relativa a otros. Por eso, si por un lado la independencia apunta hacia la libertad, por el lado de la convivencia apunta a un segundo elemento consustancial de la libertad: la responsabilidad. Sin responsabilidad no hay independencia, sino autarquía. Sin responsabilidad no hay libertad, sino cinismo.
La regla de oro de la convivencia exige que nuestra libertad y nuestra independencia se ejerzan siempre con la responsabilidad de respetar y garantizar la independencia y la libertad de los demás. Si pedimos respeto a nuestra libertad, a nuestra independencia, debemos estar dispuestos a reconocer también la libertad e independencia de los demás.
El problema es que las reglas de oro fácilmente se quedan en palabras vacías que repetimos cada año o cada ocasión propicia. Las repetimos tanto y con tan poca atención que se nos van desdibujando hasta convertirse – como decía don Pepe – en palabras gastadas. Palabras que, sin embargo, refieren a una realidad cotidiana: cada día, en cada pequeño acto de nuestras vidas igual que en los más dramáticos actos de nuestras naciones, lo que hacemos, lo hacemos con otros, lo hacemos en convivencia con otras personas, con otros grupos, con otras naciones.
Es la convivencia la que le da sentido trascendente a nuestros actos. ¿Qué valor tendría el Canto a mí mismo, del potente Walt Whitman, si en efecto hubiese sido un canto solitario del poeta para sí mismo? ¿Qué trascendencia tendría la Novena de Beethoven, con su magnífica Oda a la Alegría, o el dramático Guernica de Picasso, o los cien años de mágica soledad de García Márquez, todos universales, si hubiesen sido solamente un monólogo silencioso y solipsista del artista para el artista?
El sentido de nuestros actos y de nuestros pensamientos está tanto en nosotros mismos como en nuestra relación con los demás: en lo que nuestros actos, ideas y sentimientos signifiquen para los demás. Los seres humanos somos, ante todo, individuos sociales: tal es nuestra ineludible dualidad, nuestra dialéctica esencial.
Es evidente que no existimos como mero colectivo, como masa, como suma anónima y automática de las partes: somos más bien particulares, distintos, peculiares y, sobre todo, conscientes de nuestra individualidad, de nuestra identidad. Pero esa identidad que tanto apreciamos no nos define como partículas autárquicas y completamente ajenas a quienes nos rodean sino por todos esos vínculos que nos ligan a los demás. Nuestra individualidad nos distingue y nos identifica con los demás. Nuestra individualidad existe en plural, somos lo que somos con los demás y para los demás, no existimos fuera de nuestra relación con ellos. Y esto es así nos guste o no nos guste. Esto es así para bien y para mal.
Para mal, porque la relación con los demás puede sacar lo peor de nosotros mismos. En nuestra ansia de reconocimiento los seres humanos fácilmente caemos en la tentación de buscarlo en los lugares o en las formar equivocadas, tratando de que se nos reconozca por tener más que los demás – más riqueza, más poder, más prestigio. Cuando la búsqueda de identidad – individual o colectiva – avanza por este camino, corremos el riesgo de perderlo todo: a nombre de la libertad cercenamos la libertad de quienes se atrevan a discrepar; a nombre de la independencia anulamos la independencia de quienes no se quieran alinear con nuestra causa; a nombre de la democracia, rebautizamos el poder absoluto como nuestra forma de democracia y denunciamos como traidor o hereje a quien pretenda sugerir lo contrario.
Así hemos conocido las peores guerras, los peores y más largos períodos de dominación, pero también las más humillantes y agresivas relaciones personales. Porque este ejercicio egoísta del poder aplica tanto a nivel de las naciones como en las familias, tanto en las empresas como en las escuelas, tanto en los gobiernos como en las iglesias: los seres humanos fácilmente caemos en la tentación de confundir nuestra identidad con nuestra capacidad de dominar al prójimo.
Pero no estamos condenados a ello. El ser humano también es capaz de aprovechar esa maravillosa dialéctica de nuestra individualidad colectiva para construir una convivencia que surja no de la dominación sino del respeto y el afecto; no de la enajenación, sino de la verdadera identidad con el otro: lo que busco en el otro no es la sumisión, el miedo, la obediencia, sino el reconocimiento mutuo, el respeto, el afecto, el disfrute.
Paradójicamente, esto requiere más entereza y firmeza de carácter que las formas agresivas de buscar el poder, la riqueza o el prestigio. Solo quien se siente tranquilo y seguro de sí mismo puede acercarse al otro – o a la otra – sin temor, sin necesidad de estar a la defensiva, sin la agresión a flor de piel y, más bien, con el ánimo dispuesto a la convivencia, al reconocimiento y el disfrute mutuo.
Se trata de ser independientes en la convivencia fructífera, no en la dominación estéril. Por eso, vivir la independencia debe entenderse como una forma de celebrar la convivencia: de descubrirnos en los demás, de conocer y disfrutar con las diferencias y las similitudes que nos caracterizan. Especialmente las diferencias que, al fin y al cabo, son las que más nos enriquecen, las que nos ayudan a cambiar, a mejorar, a conocer nuevas visiones, nuevos sentimientos.
Esto es algo que podemos hacer todo el tiempo y en todo lado: podemos hacerlo en casa, con nuestros hermanos y nuestros padres; podemos hacerlo en la escuela y el colegio, con nuestros compañeros, con nuestros profesores. Es algo que podemos hacer en el trabajo, en la política, en la oficina, en el estadio: gocemos de esa maravillosa oportunidad de vivir con otros, distintos, maravillosamente distintos y curiosamente idénticos a nosotros, humanos como nosotros, independientes como nosotros. Siempre que evitemos la amenaza del miedo o la tentación del dominio, podremos gozar de ellos, disfrutar de sus diferencias, crecer y amar con ellos. Nuestra riqueza no estará nunca en desconocernos, en irrespetarnos, en agredirnos, sino en reconocernos como esa otra parte de nosotros mismos sin la cual nuestra identidad se vuelve irrelevante. Solo existimos en nuestra relación con los demás: aprendamos a cuidarla: aprendamos a promover la convivencia.